Crecer con autismo.
Descubra el día a día de una chica que padece un trastorno del espectro autista y cómo se desarrolla en su ambiente familiar y social.
Eva Arroyo tiene 36 años y lleva 25 en el mismo colegio. Entra cada día a las 9.00 y sale con su mochila a las 17.00 h. Cuando ve a su madre en la puerta siempre le pregunta lo mismo: “¿A dónde vamos?”, “¿Qué hay de cenar?”. Eva ingresó en el centro de Nuevo Horizonte cuando tenía 11 años y estará en él hasta el último día de su vida.
No tiene miedo a hacerse vieja ni entiende la idea de futuro, pero puede seguir un calendario y sabe que el jueves le toca comer espaguetis. Son las paradojas del autismo. Eva nunca va a ser independiente y su grado de afectación es severo, pero ha conquistado ciertas cotas de autonomía que le permiten vivir con dignidad. Es capaz de moverse sola por todo el centro donde estudia y trabaja, va a cines, a restaurantes, a museos, ha viajado en tren y en avión y conoce Praga, Viena y Budapest.
Disfruta de su tiempo de ocio en compañía y, lo que es más importante, puede desenvolverse en el espacio público sin tener crisis o caer en las estereotipias (movimientos repetitivos) que la encierran en sí misma. “En invierno vamos todos los fines de semana al cine aunque no termine de entender qué está pasando en la película –explica Matilde, su madre–. Siempre me está preguntando, “por qué se ríen o por qué lloran”. Cuando más le gusta es cuando cantan: si hay música enseguida se pone a bailar”. Y es que una de los grandes problemas de las personas con autismo es su dificultad para identificar las emociones en el rostro de los demás. No entienden por qué lloramos cuando estamos tristes o sonreímos si estamos alegres, son ciegos sociales.
Miedo a la novedad
“Eva ha tenido una gran evolución desde que llegó al centro –explica Carmen Mola, la directora de Nuevo Horizonte–. Aprendió a leer y a escribir (sólo el 10% de los alumnos sabe escribir), pero nuestro trabajo más importante ha sido conseguir sacarla de su ensimismamiento, que se interese por otras personas y mejorar su competencia social. Eva puede tocarse el pelo durante tres días sin prestarle atención a nada más. A ella le gustaría hacer las mismas cosas cada día, pero nuestro trabajo consiste en tratar de romper esa rigidez”. Como a todos los autistas, a Eva no le gustan las novedades y la presencia de unos periodistas lo es. Cuando se sienta en el sofá para la entrevista, mira hacia el vacío o a su madre con expresión angustiada y nos demuestra que no tiene ganas de hablar. “Me gustan los macarrones con tomate, queso y chorizo, coser llaveros, ir a clase de música, montar en bicicleta…”. Su madre añade que también le gusta escribir y bailar. Pero Eva no quiere continuar. Dice: “me quiero ir, no quiero hablar más, estoy cansada”. A alguien podría parecerle una impertinencia, pero la psicóloga valora la expresión de su deseo como un gran avance: “Para Eva, decir que algo le molesta es un paso de gigante. Cuando llegó, su lenguaje sólo era repetitivo, pero a lo largo de estos años hemos trabajado para que desarrollara el lenguaje intencional”.
Al enseñarnos su colegio, Eva por fin se relaja. Camina segura, sonriente y a cada rato nos pregunta cómo nos llamamos. Nos enseña la carpeta con sus trabajos y nos hace un dibujo que nos convierte en seres de largas piernas y pelo de punta. En la clase de marroquinería, Eva maneja con habilidad la aguja sobre el cuero y busca la aprobación de su monitora, pero ignora a sus compañeros. Según la especialista, “tienen poca relación, pero no es raro, porque hay chicos que llevan 30 años juntos y están sentados uno al lado del otro sin decirse nada”.
Eva está ensayando en el gimnasio para la obra de fin de curso, una adaptación de “El principito”. En la primera escena tiene que deshollinar los volcanes, quitar las malas yerbas y cuidar de su flor. Lo hace todo sistemáticamente, pero la expresión de su rostro se vuelve sombría cuando oye algo que a nosotros nos pasa desapercibido. Ha escuchado a un niño gritando en la piscina de al lado, que está abierta al público para ayudar a la financiación del centro. Le habla a su madre: “El niño está llorando, no me gusta que llore. Dile que se calle”. Su crispación va en aumento y de repente cambia su voz, grita y lanza lo que tiene entre las manos. La madre nos pide disculpas, pero la psicóloga insiste, “es un avance, puede decirlo. Ha estallado, pero se ha calmado sola…”. Un ruido intenso, una situación de estrés puede provocar su crisis porque su percepción es distinta a la nuestra.
En el centro de Nuevo Horizonte, a partir de los 16 años consideran que los alumnos comienzan a hacer la transición hacia la vida adulta y les introducen los talleres. Las actividades van cambiando cada media hora para que no se queden enganchados en ninguna rutina. Eva hace natación, danza, cerámica, cultiva el huerto, cose... Una vez a la semana pasa una tarde en “hogares”, un piso, en el mismo recinto del centro, donde convive con otras tres chicas y una monitora. Allí hace las tareas de la casa, juega al dominó y ve la tele. Se está preparando para su futura independencia tutelada. “No tiene hermanos –dice su madre–, así que aquí tendrá que quedarse cuando yo no esté, pero aún falta mucho para eso…”.
Autor: Juan Millas.